Abandone su cuerpo tanto o más desnudo que al llegar.
Desprovisto de alma, redoblado de ansiedad volví a ser el peregrino de los abismos más cautos, de las cumbres más deliciosas.
Supe saber cómo hacer para corroer el placer y drenar las miradas de las perdidas estrellas de mi travesía; todas ellas llenas de brillo, inconscientes, de pieles dulces vulneradas por las lenguas poderosas y sutiles.
Comí ostras del mercado más fresco tan solo propiciando y blandiendo palabras ociosas, cargadas de un arcenal concupicente. Me entregué a la caricia fría de la eternidad mientras la sangre hervía en cada una de mis extremidades a sabiendas de ganar o perderlo todo en dos o tres espasmos.
Hoy clavo dagas endulzadas de amores, en frágiles costados, sensibles, limpios de más por buscar la belleza indestructible, colmenas cargadas que esperan ser saqueadas por las garras hambrientas de una alud de mamíferos amanecidos del invierno.
Desgarro el corazón de cada bestia que aprisiona mis dolores; animales que fragmentaron el mío con promesas de joyas perennes, de pechos cargados de leche y campos de trigo, alimentos de mi ego.
Sobrevuelo las comarcas con locura convertido en aberración oculta, blanco pero negro, terrenal y alado, destrozado, monstruoso; sediento de sacrificios que conmuten mis oscuridades devolviéndome a la vida.
Esa vida que tenía cuando me ofreció su mosto, y me tomo en sus manos y me llevo a su lecho, desnudó mi cuerpo, extrañó mi oído, se tragó mi lengua, se montó a mis carnes, parió gemidos indecibles mientras careciendo de vacilo alguno se comía mi cuello vaciando mis arterias inflando el remanente con oscuridad y hambre y sed y necesidad y sed.
Abandone su cuerpo tanto o más desnudo que al llegar.
Desprovisto de alma y de espíritu, redoblado de ansiedad volví a ser el peregrino de los abismos más cautos, de las cumbres más deliciosas.