jueves, 16 de enero de 2020

en 20´

Los higos de Manolo el almacenero son formidables. Salieron de postre, bien almibarados, dotados de éxtasis, sublimes pero pocos. Tienen eso que te transporta vaya a saber desde cuándo y que lugares de hace tiempo y  hasta que se yo que sensaciones que parecían ocultas.
La tía Elba los sirvió con tan poca, no se qué crema con gusto a naranjas o limones, creando una cubierta sobre los arrugados frutos macerados en el mismo maraschino que se ve le había quedado de la última vez que nos invitó a la yerra; o lo compró en lo de Manolo cuando decidió bajar los higos más altos, a cañazos, esas brevas que los gorriones les gusta comerse y hacerlos ofrenda, primicias de la vieja higuera, tan vieja como la tía.
El farol entró a hacernos perder el foco de los restos que navegaban en el meloso fondo de las compoteras; era tiempo de volver. Arranqué despacio, la reina de la noche esta vez no acompañó el periplo, alunada como ella sola, despechada, porque cuando se nubla le clavo la mirada y la persigo pero cuando se limpia el manto eterno de la noche, las estrellas me miran y me pasean por sus lechos y la olvido como a Rosa, cuando las mellizas de la Tatusera me invitan a comer manzanas maduras de los arboles del fondo a la hora de la siesta. El pedregullo del viejo camino rural lastima las alpargatas dejándolas cada vez más bigotudas.
Todavía no amanece, nunca amanece, no va a amanecer.
Salimos la madrugada de ayer con el Fantasma, el chicho; él  va arrastrando los huesos, yo reteniendo los higos en la lengua vacía.

                                                                   Paul Gasê

No hay comentarios:

Publicar un comentario